Combustión imprecisa
Un proyecto de Natalia Castañeda y Yannick Langlois
El fuego de las formas // Por Andrea Mejía
Antes de ser lo que son, lo que son transitoriamente, aunque sean estables, aparentemente estables, grutas, estrellas, montañas, las formas son potencia pura. Surgen de un campo de energía y de posibilidades en el que todo es indistinto, indeterminado. Desde ese suelo, desde ese manto, las formas se gestan, por sí mismas, siguiendo estructuras primordiales, animadas por la fuerza misteriosa de la vida, o por patrones atómicos que la materia inorgánica sigue. Las formas arden y se mantienen por un tiempo; luego se desintegran, ceden sus colores, liberan su energía, se reabsorben, se deshacen.
Entre los objetos precisos y distinguibles que reconocemos y nombramos, y lo que es completamente indeterminado, hay formas intermedias muy cercanas a lo sutil, a lo invisible, sombras, trazos, humo. Está además el camino impreciso que deja la materia al moverse, en un tiempo que no es humano; lava que se transforma en roca, piedras talladas por el agua.
También en nuestra mente existen formas a medio camino entre los pensamientos claros, diurnos, y el extraño encantamiento del sueño profundo o de la muerte: son las formas de nuestros sueños, evanescentes, que tienen esa cualidad de lo que aparece a medias; vienen, nos visitan, hablan lenguas desconocidas, las olvidamos.
Esas formas intermedias pueden pensarse como mensajeras, formas que comunican el mundo de la luz y de la conciencia donde todo se conoce, se exhibe y se distingue, se clasifica en categorías, y un mundo subterráneo donde las formas no son aún o ya fueron, donde las formas siempre se están gestando en la vasta inquietud que subyace a la estabilidad aparente del mundo.
Es en ese movimiento intermedio, comunicante, que se inscribe la obra de Natalia Castañeda. Inspirada por las figuras precolombinas, por historias de entierros indígenas que animaron su imaginación cuando era niña, por su afinidad y cercanía con los volcanes, los nevados, su búsqueda artística ha permanecido hasta ahora cerca de la tierra, de lo que irradia energía desde un mundo subterráneo y onírico. Trabaja la arcilla, un elemento que contiene potencialmente todas las formas.
En esta muestra están presentes Las abuelas, una colección de doce piezas de cerámica dispuestas en círculo que imitan piedras animadas por bracitos humanos. En muchas culturas las piedras son grandes depósitos de energía, pozos de tiempo, guardianas que retienen la sabiduría potencial de lo que ya pasó sobre la tierra y dejó un rastro. Podemos ver también fotografías de las cámaras subterráneas de una gruta en el sur de Francia, en las que se sobrepone un trazo de color que evoca el gesto de asombro con el que los primeros humanos imitaban el flujo de manadas de animales que para ellos eran espíritus.
Los dibujos de Natalia Castañeda son tejidos de formas, algunas reconocibles, otras que están brotando apenas de una profundidad que pareciera inagotable. Comunican esa inagotabilidad, invocan criaturas que reptan, se arrastran, vuelan, comen o nadan. En esos dibujos se sobrepone también un flujo de color que evoca cada vez uno de los siete elementos con los que Max Ernst burló las categorizaciones racionales: el agua, el fuego, la sangre, el negro, las vista, un elemento desconocido, y como primer elemento: el barro.
Al ser moldeada, una forma brota de la masa informe del barro. El fuego la estabiliza y se mantiene en el flujo del tiempo. Esa figura es devuelta a la tierra, y puede permanecer enterrada como un cuerpo que ha perdido la vida. ¿Cuánto tarda una forma de barro en desaparecer entre la tierra? ¿El polvo en volver al polvo, el barro al barro, la tierra a la tierra oscura? ¿Qué pasa cuando esas formas confiadas a la tierra vuelven a la luz, se desentierra su silencio escondido y son exhibidas, coleccionadas, diseccionadas como piezas de museo, en las mesas de laboratorios de arqueología, en las galerías de arte? Son preguntas que hacen eco en la búsqueda de Castañeda.
Por su parte, Yannick Langlois ha intentado capturar el movimiento evanescente y gradual de la muerte, la desaparición, y el de la aparición y la génesis. En sus impresiones delicadas sobre seda, casi transparentes, en sus hojas muertas cubiertas de una capa fina de cobre, en dos cianotipos donde el azul revela la creación de los animales y de las plantas. Sus impresiones recuerdan esas impresiones directas, mágicas, sin contacto, en las que un rostro sagrado aparecía sobre un manto; evocan esa noción de “el hacer sin las manos” del arte bizantino: un ícono brota milagrosamente, sin la intervención de una mano que lo pinta.
Las esculturas y estructuras de Langlois se resisten al significado, son ligeramente irónicas, asilvestradas. Están despojadas de la gravedad de esculturas que trabajan elementos primordiales, son ensambles fortuitos en los que la forma no está preconcebida, sino que se encuentra a sí misma en un juego que busca el equilibrio.
Tiene una pieza diminuta compuesta por dos conchas marinas incrustadas en la pared como dos ojos que miran. Surge un estupor que es muy antiguo: el que ve no puede ser visto. La mirada misma está fuera del océano de las formas, porque el mar solo puede ser visto desde la orilla, y la mirada no puede ser un objeto, ni tiene forma, porque ver no es un cuerpo sino una posibilidad, un poder puro.
En este proyecto conjunto las búsquedas de Castañeda y Langlois se encuentran y dialogan. Se cuestionan, se complementan y se contraponen. Nos recuerdan que el espacio es el fuego en el que todas las formas arden, se mantienen por un tiempo en un equilibrio frágil, mueren y renacen.
Las piezas que componen esta muestra están a medio camino entre la forma y lo indeterminado. Son objetos distintos, únicos, de los que podemos tener experiencia, pero para los que no tenemos nombre. Son destellos en un flujo continuo, intervenido, con moldes, montajes, sobreposiciones extrañas. Ese flujo imita los procesos de la naturaleza, y al mismo tiempo nunca deja de operar con ellos, con las transformaciones de la materia, en la que estamos inmersos: somos materia que trabaja la materia. Pero somos también espíritus que intentan comunicar con espíritus, retener por instantes una energía que no es nuestra, que no es de nadie, creativa y destructiva, invisible y visible, radiante. Eso es el arte.