Las piedras y la pintura tienen algo en común, de ancestral y básico en la historia de la tierra y en la del hombre. Las piedras poseen la memoria del planeta en su composición, pues su naturaleza pareciera eterna e inamovible, como contenedor del tiempo. En la pintura se rastrea la historia del alma humana, como primer intento de comunicación que guarda su esencia interna como lenguaje fundador.
En una acción ritual, levanté mojones de piedras de porcelana para trazar el delicado camino a la pintura. Montoncitos que en su precaria situación de equilibrio recuerdan el acto simple y ancestral de poner una piedra sobre otra para señalar el territorio, dejar una huella y hacer una ofrenda a un lugar sagrado. Un acto de fe en un ejercicio meditativo que busca restablecer la armonía perdida en la fragilidad del artificio.
Este camino me lleva entre unos fragmentos de paisajes, que se disponen como un mobiliario para observar el entorno. Esculturas que hacen evidente su modelado con colores arbitrarios y gestual textura, pues participan en un artificio al inquietar en la obviedad y confusión de su factura. Dispositivos que evocan estructuras naturales simples para vivir y contemplar el paisaje. Un refugio, una escalera y unos troncos, componen esta topografía para darse como invitación a recorrer la panorámica.
Al final, un gran paisaje se pronuncia en un semicírculo al fondo de la sala, 13 pinturas, 13 tonos y 13 ritmos, componen una nueva arquitectura en el espacio, para envolver al espectador en recorrido al interior de la pintura. El acto de mirar la luz es puesta en evidencia con los dos personajes que a sus extremos atestiguan el inicio y final del día o más bien, el comienzo y final de la noche, como si la pintura pertenecieran a la noche, donde lo interior se hace visible pese a que el paisaje, el exterior, cobra su presencia a la luz del día.
La pintura bajo la imposibilidad de registrar la misma intensidad de luz del paisaje, la sugiere en ritmos sutiles, al plasmar la fluorescencia imperceptible de las energías y vibraciones naturales que quizás la noche en su oscuridad destelle.
Museo de Arte de Caldas
Manizales
Octubre 2010
Stones and painting have something in common: the ancestral and basic in the history of earth and man. Stones own the planet’s memory on their composition, given their nature it seems eternal and immovable as container of time. In painting history of human spirit is tracked, as a first attempt of communication which keeps its internal essence as founder language.
In a ritual action, I picked up porcelain rocks in order to trace a path to the painting. Little piles of precariously balanced rocks recall the ancestral act of stacking one rock atop another to delineate one’s territory and to make an offering in a sacred place. An act of faith that seeks to re-establish the harmony lost in the fragility of the artificial.
This path takes me through some fragments of landscapes, which dispose themselves as furniture to observe the environment. Sculptures which make evident their modeling with random colors and gestural texture, disturbing in the obviousness and confusion of their bun. A shelter, a ladder and some lodges compound this topography and invite us to go through the panorama.
At the end, a big landscape appears in a semicircle at the bottom of the room. Thirteen paintings, thirteen tones and thirteen rhythms compound a new architecture in the space with the objective of involving in the curve gesture the glance in the constant flowing of nature.
The act of looking the light is evidenced with the two characters which in their extremes witness the beginning and the end of the day or better, the beginning and the end of the night, as if painting belongs to night where the inside makes itself visible despite of the landscape, in the exterior, charges its presence to daylight.
The painting under the impossibility of registering the same light intensity of the landscape, suggests it in subtle rhythms when it captures the imperceptible fluorescence of the natural energies and vibrations which maybe in the night glares.
Museo de Arte de Caldas
Manizales
Les pierres et la peinture ont quelque chose en commun : l’ancestral et le basique dans l’histoire de la terre et dans celle de l’homme. Les pierres possèdent la mémoire de la planète dans sa composition éternelle et inamovible, comme contenant du temps. Dans la peinture, nous pouvons suivre la trace de l’histoire de l’âme humaine, comme première tentative de communication.
En une action rituelle, j’ai élevé de petits monticules de pierres de porcelaine pour tracer le délicat chemin à la peinture. Petits monticules qui, dans leur précaire situation d’équilibre, rappellent l’acte simple et ancestral de mettre une pierre sur une autre pour signaler le territoire, laisser une trace ou faire une offrande à un lieu sacré. Un acte de foi qui cherche à rétablir l’harmonie perdue dans la fragilité de l’artifice.
Au fond de la salle, un grand paysage apparait. L’action de regarder la lumière est mise en évidence par les deux personnages qui, à leurs extrémités, témoignent du début et de la fin de la nuit, comme si la peinture leur appartenait, où l’intérieur devient visible bien que le paysage, l’extérieur, acquière sa présence à la lumière du jour.
Museo de Arte de Caldas
Manizales